Del Gremio Al filo de lo imposible. (1ª
parte)
Si uno se fija en la etiqueta de Anís
del Mono podrá leer:“lo dijo la ciencia y yo no miento”.
No sé si la ciencia se ha pronunciado al respecto, pero lo que es
yo, no son pocas las veces que he defendido que la pertenencia a una
banda de rock es una actividad de riesgo. Y no es que desde aquí se
pretenda deslegitimar actividades como la de artificiero en
Afganistán, minero o sexador de pingüinos en el Círculo Polar
Ártico, pero convendrán conmigo en una idea simple: tomar carretera
y manta un mediodía de 11 de agosto para recabar en Córdoba en
plena ola de calor y alerta roja-morada-color butano, no es
precisamente ese tipo de actividad que uno considera, así como así,
recreativa.
Como siempre, la jornada comenzó con
nuestra irremediable vocación de campeones universales de Tetris,
intentando colocar en dos coches el inabarcable caos informe que
supone el contenido de nuestro local de ensayo. Dios tardó seis días
en dar orden a algo parecido; nosotros, tras una hora y cuarto de
encajes imposibles, conseguíamos cerrar los maleteros y ponernos en
camino rezando para no habernos dejado ningún cable imprescindible.
Como si se tratase de una versión
inversa de The final countdown, mientras la carretera avanza,
uno observa cómo el termómetro del panel del coche va ascendiendo y
acercándose peligrosamente a una cifra que, más que a una
temperatura, se asemeja a la prima de riesgo del país. Los avisos
telefónicos entre los dos coches y los cuatro miembros del grupo se
concentran en concisas exclamaciones como -“¡Va a explotar!”,
“Si encendemos el aire acondicionado el coche no tira”- o
-“Vamos a morir aquí”-
A las 14:30 horas arribamos a la
egabrense localidad donde, sobrepasados los 46 grados centígrados,
el mundo parece haberse desintegrado, pero el grupo ha llegado. Al
salir del coche la sensación es parecida a meter la cabeza en un
horno pirolítico de los que anuncia Arguiñano; pero, aún así,
-reincido- hemos llegado. Estamos a las puertas de la sala dispuestos
a descargar y somos recibidos con no poca amabilidad por la
encargada, que al ver a alguno de nosotros , que al borde de la
deshidratación, parece dispuesto a beberse el líquido del
limpiaparabrisas, señala: -Hoy no es para tanto; tendrías que
haber venido ayer. Eso sí que era calor...-.
15:30. Descargados ya los trastos y
tras un par de cervezas cortesía de la casa, nos dirigimos a nuestro
aposento con ánimo de descansar un poco hasta la hora del montaje.
De todos es sabido que, de entre todas las razones posibles por las
que un grupo de rock quiere llegar al estrellato, por encima de la
pasta a raudales, de la grabación de discos, de los fans
enfervorecidos, de las drogas, de las señoritas con el curioso
empeño de que les sea inspeccionada profusamente la ropa interior...
por encima de todo eso, en la mente de cualquier rockero, está el
enfermizo deseo de que antes y después del concierto haya personas
que monten y desmonten el escenario por él. No hay nada comparable a
eso. Pero no; nosotros tenemos que montar, sonorizar, arreglar,
ensamblar, probar, medicar y múltiples acciones más marcadas por
verbos de la primera conjugación. Así que llegando al aposento,
antes de subir, optamos por un relajado café en el bar de abajo.
Nuestro guitarra solista, egabrense adoptivo y conocedor del terreno,
ante tal idea, nos advierte de lo peligroso de la misma, y ante
nuestra insistencia en entrar, tomar un café e irnos, huye a
todo trote diciendo que luego nos vemos. Ante el cartel del pequeño
bar y, tras la reacción de nuestro compañero, no puedo si no
dibujar en mi mente otro cartel adjunto, grabado con las palabras que
Dante lee al entrar en el infierno: “Los que entráis aquí
abandonad toda esperanza”.
Fundido en negro. Una hora y media
después nos hemos hermanado casi sanguíneamente con los
parroquianos del bar, nos hemos fotografiado con todos y cada uno de
ellos, nos han hecho padrinos de sus recién nacidos hijos, y
nosotros hemos prometido dedicar tal número de canciones a todos
los presentes que, puestos a echar cuentas, requerirían que el
concierto durase hasta septiembre. Exaltación de la amistad, bailes
regionales, insultos contra el clero, pero viva la virgen de la
sierra, etc, etc... Eso sí: de los cafés no se sabe nada; copas,
muchas, un montón; tantas que los conceptos de espacio y tiempo
empiezan a desaparecer. También misteriosamente desaparece el
vocalista de la banda, a lo Steve McQueen en La gran evasión.
Horas después, batería, bajista y vocalista consiguen llegar al
apartamento como si los escasos 20 metros que separan la cafetería
del mismo, tuvieran realmente la extensión del desierto del Gobi.
Hay que descansar; relajarse; dormir. Es justo y necesario.
Glorificando por encima de todas las cosas existentes a la máquina
de aire acondicionado nos quedamos dormidos. Quince minutos después
suena el despertador para avisarnos de que ya son las nueve de la
noche y toca ir a montar.